De inicios, inventores y ciudades para un suspiro

Quizá no os deis cuenta, pero nos pasamos la vida iniciando cosas. Supongo que hasta que no te paras a pensarlo no caes en la cuenta de la cantidad de veces que empezamos algo y, por tanto, la de veces que no terminamos muchas de esas cosas. Esta paradoja no frena nuestros desbordados ansias por volver a empezar, al contrario, algunos de nosotros nos sentimos irremediablemente inducidos a iniciar algo nuevo, incluso cuando tenemos mil cosas “al retortero”. A mí me parece que el principal motivo por el que nos pasa esto es por que contamos con la capacidad de sentir curiosidad, ya que nada interesante puede ponerse en marcha sin la iniciativa de las personas curiosas. ¿Y porqué os estoy contando esto? Pues por que hace unos días, mientras recorría la ciudad de Lyon (Francia), visité el Museo Lumière y pude comprobar muy bien cuanto os digo.

Supongo que conoceréis, aunque sea de oídas, a los hermanos August y Louis Lumière, los curiosos inventores de ese artilugio maravilloso llamado Cinematógrafo. El Museo está ubicado en lo que se conoce como “la rue du premier film”, es decir, en la calle en la que los Lumière tenían no sólo su casa, sino también la gran fábrica que aparece en la que se considera primera película proyectada de la historia: La sortie de l’usine Lumière à Lyon (1895).

Estuve mirando aquella calle durante un rato, tratado de transportarme en el tiempo, de viajar al mundo en blanco y negro que retrataron los Lumière en ese mismo lugar en el que yo me encontraba. Pero, pese a la losa colocada estratégicamente en el suelo donde un día los Lumière situaron su cámara, mi esfuerzo resultó inútil. Nada había allí que pudiera ayudarme a reconocer en esa calle las imágenes mil veces vistas en aquella inicial película. La fábrica Lumière desapareció durante un incendio hace más de medio siglo y lo que queda en su lugar es un magnífico jardín, en el que han construido un Instituto de Cinematografía y un Centro de exposiciones. Pero no salen ya obreros por ninguna puerta de ninguna fábrica.

Institut Lumiere
El Instituto Lumière situado en la «rue du premier film», con sobreimpresión de un fotograma de la película más famosa de la historia.

Aún así, el lugar resulta mágico de alguna manera, pues esa rue no es una calle cualquiera, es “la calle de la primera película” y para alguien como yo eso es casi sagrado. Fue en ese momento en el que mi cabeza se puso a rebobinar. Me encanta cuando me ocurre esto, porque de pronto recuerdo cosas que creía olvidadas, pequeños flash de momentos ligados a emociones, de sensaciones de primera vez. Y, al instante, me vinieron a la memoria muy nítidamente otras dos de sus películas imprescindibles: La place Bellecour (1895) y La place des Cordeliers (1895), ambas en Lyon.

Nada puede evitar que pise esas plazas, que reintente el ejercicio banal de atravesarlas a 12 o incluso a 16 imágenes por segundo. Entonces Lyon empieza a parecerme otra ciudad, tan hechizante como son para mí las ciudades que se debaten entre dos ríos, pero mucho más auténtica que cualquier otra, pues hasta entonces no existía más que en mi mente, en mis recuerdos insertados a base de imágenes proyectadas en sesiones cinéfilas. Y poco a poco me doy cuenta de algo asombroso: que al visitarla parecía no que la estuviera conociendo, sino más bien que la estaba reconociendo. De alguna forma el Lyon que yo pisaba me pareció menos real que el que había visto en esas peliculitas que avanzaban a trompicones, de ahí que ante la que fue fábrica Lumière, buscara el Lyon de finales del siglo XIX, o que ante la enorme Place Bellecour tratará de vislumbrar los carruajes tirados por caballos que amedrentaban a los transeúntes decididos a cruzar. Yo buscaba ese Lyon inverosimil puesto que lo consideraba el verídico, el real.

Place Bellecour
La Plaza Bellecour en la actualidad, con muchos transeúntes, pero sin carruajes tirados por caballos.

Es muy probable os resulte una idea extravagante, pero creo que es una de las grandes cualidades mágicas que tiene el cine –al menos el buen cine-, el de hacer verdad lo que es mentira, el hacerte ver lo proyectado como la auténtica realidad. Quizá hayáis paseado alguna vez por la ciudad de Nueva York y, guiados por los recuerdos del Manhatthan (1979) de Woody Allen, hayáis recaído en mi misma perversión cinéfila, la de buscar en sus calles los rastros verídicos de la urbe que se retrata la película. Puede incluso que hayáis estado en San Francisco –mi envidia sana para los que hayáis disfrutado de la considerada como el “París de América”- y os hayáis visto inducidos a buscar los magníficos parajes en los que transcurre Vértigo (1958), la obra de Alfred Hitchcock en la que la ciudad se torna protagonista. Sé que existe una ruta turística elaborada para tal fin y que puede contratarse como complemento en las agencias de viajes, pero qué queréis que os diga, yo soy de las que prefiere dejarse perder y no llevar ruta planificada cuando visito por primera vez un lugar.

Ni que decir tiene que si en alguna ocasión visito San Francisco, me ocurrirá algo parecido a lo que una antigua alumna mía me contó una vez cuando se puso a rodar unas imágenes en una calle de Nueva York, que se le caían descontrolados los lagrimones a cada empuje de traveling. Pues yo igual. Yo, en San Francisco, lloraría como una niña frente al puente Golden Gate o ante el Palacio de la Legión de Honor, bajo las sombras fantasmas del Parque de las Secuoyas o entre los pasillos de esa fantástica librería especializada en historia californiana que es la Argonaut Book Shop. Lloraría a más no poder, porque sería como la fábula del espejo: hacer realidad lo que siempre ha estado al otro lado.

Bueno, que me voy por las ramas y no es ahora el momento de que os cuente la relación que existe entre determinadas ciudades y el cine, pero no os preocupéis, que todo llegará.

Decía al principio que los inicios están ligados a la curiosidad y creo en ello firmemente, o si no a ver como podría explicarse, sin ir más lejos, el invento de los Lumière. Aprendí en la visita a su casa-museo que, hasta mediados del siglo XX, este dúo de hermanos presentó cerca de 200 patentes de distintos inventos, desde emulsiones fotográficas a gasas estériles para curar quemaduras, desde extremidades ortopédicas pensadas para los tullidos de guerra, hasta pequeñas bombillas de flash. Resulta sorprendente ver la cantidad de cosas que se atrevieron a idear, a pensar y poner en marcha por primera vez, llevados por su gran curiosidad.

inventos lumière

Pero inevitablemente, tuve que despedirme de Lyon, despedirme de la ciudad que fue también cuna de Saint-Exupéry y su Principito, de la ciudad que se esconde a sí misma bajo los recónditos traboulles, o que se reinventa cada año en la magnífica fête des Lumières. Y se me escapó un suspiro, uno de esos que se te escapa cuando descubres que te has enamorado y que esa pasión es efímera. Volveré a Lyon, estoy segura, pero la veré ya con otros ojos. Sin embargo mi curiosidad sigue intacta y seguramente será ella la culpable de que muy pronto os hable de otras ciudades cinematográficas y de mis enamoramientos pasajeros, porque no podré evitarlo, porque no tengo miedo a volver a empezar algo, a inventarme una pasión o a suspirar frente al recuerdo anhelado de otra ciudad.

Al fin y al cabo, siempre me quedará la excusa de que me pudo la curiosidad. Y será una excusa magnífica.

Neuroplasticidad: Aprendiendo a montar en bicicleta (otra vez)

Siempre he creído en la neuroplasticidad, esa capacidad maravillosa de nuestro cerebro para regenerar neuronas a lo largo de la vida. Es cierto que hasta hace no mucho tiempo, esta afirmación no era aceptada en el campo científico, puesto que se pensaba que a medida que envejecemos, perdemos capacidad para regenerar neuronas, hasta llegar a un punto en el que jamás volvían a reproducirse.  A pesar de que Ramón y Cajal había ya avisado en 1906 de que las neuronas establecían procesos de comunicación en las zonas conocidas como sinapsis, no fue hasta casi el final del siglo XX cuando se supo que el «entrenamiento» cerebral y la estimulación sensorial podían regenerarlas.

Desde entonces se ha ido desarrollando la teoría de la neuroplasticidad. Según ella, debemos entender que el cerebro es un órgano dinámico, que puede renovar «el cableado sensorial» a lo largo de toda la vida. Evidentemente, cuando se estimula el cerebro -y se puede estimular de muy distintas maneras- no sólo se produce un cambio cognitivo, no sólo aprendemos cosas nuevas, sino que también se modifica nuestro cerebro, se moldea en función del área estimulada durante el proceso de aprendizaje.

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¿Entrenamiento cerebral o vicio descontrolado?

Esta conclusión, que puede parecer simple, es sin embargo bastante compleja, puesto que pone de manifiesto aspectos inéditos en el tratamiento de enfermedades relacionadas con disfunciones cerebrales, tales como las embolias, los ictus o el alzheimer, o las ECV más conocidas como las cardiopatías, arteriopatías o trombosis.

Puesto que el cerebro tiene esta cualidad dinámica, resulta importante que sepamos que no es lo mismo conocer que comprender; no es lo mismo adquirir conocimientos que comprenderlos. De igual modo, nuestro cerebro no sólo puede aprender, también puede des-aprender, aunque este proceso nos cuesta un poco más ya que implica que hay que «engañar a nuestro cerebro», que ya ha aprendido ese algo de una determinada manera.

Quizá el mejor ejemplo que conozco de que nuestro cerebro puede aprender algo sin comprenderlo completamente, y desaprenderlo después, es el experimento de la bicicleta al revés, llevado a cabo por el científico Destin Sandlin

Se advierte ya en este vídeo que los niños poseen una plasticidad neuronal muy superior a la de los adultos, pero también deja claro que en el momento en  el que le ofrecemos el patrón original de comportamiento o de pensamiento, el cerebro vuelve a él en un periodo muy corto, es decir, se da cuenta del engaño y retorna a su punto de origen.

De alguna forma, este experimento recoge la idea ya trabajada en los años 50, por el psicólogo austríaco Ivo Kohler, quien se construyó sus propias gafas para ver el mundo invertido mediante un sistema de espejos y se puso a prueba a sí mismo durante días.

Para documentar su experimento perceptivo, grabó el siguiente documental, en el que podemos ver como trata de realizar tareas sencillas tales como llenar una taza o atrapar el globo que deja escapar una niña.

Es muy curioso comprobar como al principio las tareas le resultan complejas de realizar, pero al cabo de unos días, ya es capaz de orientarse bien al caminar e incluso, montar en bicicleta. Por tanto, el entrenamiento cerebral ha permitido que se modifique un patrón aprendido, haciendo que se distinga entre lo que se percibe sensorialmente y lo que se interpreta.

Puede que todo esto os parezca algo curioso o incluso anecdótico, pero a mí me parece que es maravillo que podamos percibir el mundo de maneras distintas, que podamos engañar a nuestro cerebro y que podamos seguir aprendiendo cosas y comprendiendo cosas a lo largo de toda nuestra vida.

 

La creatividad que surge del caos

«El caos no existe, constituye una forma sutil de orden».

KAM (Kolmogorov, Arnold y Moser)

No puedo estar más de acuerdo con este grupo de científicos que siguieron los pasos iniciados por Poincaré y que pusieron su granito de arena en el desarrollo esa idea conocida como la ley de caos. Otros muchos vendrían después, como Lorenz y sus ecuaciones para la predicción atmosférica o Robert May que encontró ejemplos de caos en sus estudios sobre los cambios sufridos por las poblaciones biológicas, lo que dio origen a la ecología de poblaciones; o mi favorito, Feigenbaum, el padre de los sistemas expertos y la inteligencia artificial, para quien resulta posible que dos sistemas distintos evolucionen hacia un mismo comportamiento caótico, o lo que traducido a una formulación teórica sería: tanto el comportamiento regular como el caótico se rigen por leyes universales concretas.

A mí me gusta bastante el caos, el caos entendido como esa afirmación de inicio, como una variante profunda del orden, perceptible para quien está dispuesto a mirar desde otro punto de vista el mundo ordinario que se le presenta. No voy a entrar hoy en si lo que vemos es el mundo real o sólo una modelización de lo que nosotros creemos que es «el mundo», limitado a nuestra experiencia perceptiva. Eso, que daría para filosofar un buen rato, lo dejaremos para otro día. Hoy me interesa más centrarme en la parte creativa del caos, en esa cualidad magnífica que posee para hacernos más sensibles a las cosas que nos rodean, para entender que en lo impredecible hay belleza y renovación.

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Orden y caos (Contraste). M.C. Escher, 1950.

De alguna manera, y siguiendo la estela de las teorías de John Briggs y David Peat, el caos nos libera del perfeccionismo, de la simetría de lo mecánico que ha regido la cultura y el arte a lo largo del tiempo. El caos permite ver en la destrucción una posibilidad de creación, en la muerte un nacimiento, permite crear y recrear, flexibilizar nuestros modos de pensar y de vivir. Y la creatividad es un vehículo maravilloso para moverse dentro del caos, porque gracias a ella nos liberamos de la obsesión por el control y el orden, lo cual me parece bastante beneficioso.

Si entendemos el caos como un sistema flexible y no lineal, que se mantiene por sí solo, renovándose permanentemente, entonces tendremos que dar un valor importante a lo no predecible, al azar. Y no sólo eso, daremos importancia a la diversidad, a la aleatoriedad de las cosas, superando las teorías causales a las que parece que todo el mundo se agarra cuando ocurre algo imprevisto: «es que tenía que pasar…», «por algo será…», rezan frases populares muy extendidas al respecto de este tema.

Pero, debido a mi inclinación caótica, me niego a pensar que todo ocurre por algo y que, por tanto, está previsto y sujeto a una ley superior que ordena el mundo en función de «lo que tiene que pasar». No, gracias a quien sea, mi vida no ha estado bajo el paraguas del orden natural de la cosas, lo que ha provocado que sea bastante imprevista, de difícil lógica, a ratos muy divertida y nada lineal. Hay quien podría agobiarle esto mucho, lo sé y lo entiendo, pero si usaran la creatividad entenderían mejor cuanto trato de explicar aquí.

Por otro lado, la creatividad no es un don con el que alguien nace, no es una cualidad específica de determinadas personas, ya que se puede aprender y desarrollar. Es más, estoy convencida de que es contagiosa y de que, en condiciones óptimas puede crecer de forma exponencial hasta en las mentes más áridas. La creatividad sólo necesita un ingrediente para desarrollarse: la curiosidad; y para mantenerse, un único abono: la flexibilidad. Sin ambas cosas, resulta prácticamente imposible ser creativo, se podría como mucho actuar bajo un modelo, un simulacro de creatividad, pero no dejaría de ser una falsificación.

De este modo, gracias a la creatividad, el caos aparente del mundo puede ser aprovechable para enriquecer nuestra experiencia vital, puede permitirnos divagar y crear teorías excéntricas sobre cosas trascendentes y, desde luego, sobre cosas banales, e incluso puede permitirnos ser, espontáneamente, más felices.

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Yo, por si acaso, voy a seguir recogiendo y doblando calcetines, que es una de esas tareas domésticas en las que el orden y el caos se pelean por superarse así mismos, dejándome la sensación de que si no fuera una persona creativa, no podría jamás realizarla.

«Más allá de nuestros intentos por controlar y definir la realidad, se extiende el infinito reino de la sutileza y la ambigüedad, mediante el cual nos podemos abrir a dimensiones creativas que vuelven más profundas y armoniosas nuestras vidas».  (J. Briggs)

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Confieso que la primera vez que leí Soberbia no encontré en él nada que me hiciera pensar que pudiera ser un libro vulgar…
Al contrario, este es un libro magnífico que despertó mis ansias de lectura cuando mi padre lo puso en mis manos, hace ya muchos años. Hoy, al descubrirlo entre un montón de libros guardados, lo ha rescatado para mí. Y aquí estoy, releyendo a Somerset Maugham como si fuera la primera vez.
¿Os animáis?

Cuando el cine inventó la ciudad o el mito inconsciente del espacio urbano

Hay ciudades maravillosas que podemos visitar siempre que queramos para vivir en ellas momentos únicos, para descubrir lugares insólitos o conocer, quien sabe, al amor de nuestra vida. Esas ciudades están ahí para que las pisemos, para que las recorramos con todos nuestros sentidos, puesto que son ciudades que están.

Pero hay otras ciudades, ciudades que sólo conoceremos porque nos resultarán imposibles de pisar, ya que no están en ninguna parte, no tienen existencia real solo imaginaria. Esas ciudades, como las otras, pueden visitarse y recorrerse, pueden ser sentidas por quienes se aventuran en ellas, mientras las contemplan en una película. Pueden, desde su inexistencia, generar recuerdos no vividos o crear emociones y sentimientos intensos, y pueden hacerlo porque en realidad esas ciudades “son”. La Metropolis de Lang, la Alphaville de Godard, La Tativille de Playtime, la gótica Ghotham City de Batman, la minimalista Dogville de Lars von Trier, o la carcelera Seahaven de El show de Truman, serían algunos ejemplos.

Pero también lo serían esas ciudades reales que en el cine casi han dejado de serlo, que se han metamorfoseado en otras, haciéndose consustanciales al espectador, siendo al tiempo escenario privilegiado de una historia y condición de posibilidad de un alma, de una morada. Las Vegas neonizadas de Corazonada, la babélica y futurista ciudad de Los Ángeles en Blade Runner, la onírica y sexualizada Nueva York de Eyes wide shut, la espiral laberíntica que subyace en la San Francisco de Vértigo

De alguna forma, el cine ha permitido la creación de una especie de mitología urbana especial, puede que única con las ciudades, puesto que se ha convertido en el mejor instrumento para tratar de revelarnos su inconsciente, para dejarnos ver lo que ocultan tras sus fachadas de luz, sus asfaltos abarrotados de gente o sus edificios cristalinos invulnerables. Y precisamente, sobre éstas y otras cuestiones, hablaré en el Congreso sobre Ciudades Creativas de la UCM.

¡Da gusto empezar el año con ideas renovadas!

La vida alrededor

«Discúlpeme, no le he reconocido, he cambiado mucho».

Óscar Wilde

Acabo de defender mi Tesis doctoral que versa sobre un género que ha sido ninguneado por la crítica cinematográfica española en general y por el sector académico en particular: la comedia sexy celtibérica, o el cine del landismo. Y resulta que le ha encantado a todo el mundo.

Sin embargo, cuando empecé en esto de la investigación, a casi nadie le parecía bien que hubiera decidido trabajar sobre ese género. Encontré reticencias, juicios despreciativos y muy pocas ganas de ofrecerme colaboración para dar ese paso decisivo. Aún así lo hice. No fue simple cabezonería mía -que puede que fuera un poco- fue más bien una necesidad: yo necesitaba un proyecto retador, que de verdad me pusiera a prueba, que me obligara a trabajar muy duro y que me descubriera cosas que no sabía. Ir a lo seguro no ha sido nunca mi fuerte.

relojes blandosY de pronto fue pasando el tiempo. Pasó de esa forma tan rara en la que sientes que los días no tienen fin, pero los años te vuelan. Sé que suena contradictorio, pero puede que haya alguien por ahí que entienda lo que quiero decir. Bueno, pues yo tuve esa sensación y no es ni buena ni mala, es simplemente una manera como otra cualquiera de percibir eso que llaman «lo inevitable».

Entre medias hubo algo, vida dicen algunos que es, pero tampoco me lo pareció siempre, me pareció más que era desmedida responsabilidad, a ratos complacencia y, en escasas ocasiones, risa. La risa forma parte de mí desde siempre, pero tuve ese tiempo en el que se me convertía, en cuanto me descuidaba, en obligaciones de todo tipo. Las obligaciones no dan mucha risa, a mí por lo menos, así que me resigné a reír menos y a tratar de cumplir más.

Sin embargo, como lo que pasa en realidad en ese tiempo es «la vida», resulta que por  mucho que quieras cumplir, por muchas obligaciones y responsabilidades que quieras abarcar, ella tiende a adueñarse de todo y te coloca donde cree que debes estar. A mí me parece fenomenal todo esto, me parece genial que no tengamos que someternos a la voluntad que, a veces, nuestro cerebro nos impone, cuando en realidad deberíamos estar escuchándonos más, sintiéndonos más y pensando menos. Pero no lo hacemos.

Mi tesis me permitió todo ese tiempo no perder de vista que la risa formaba parte de mi, y se convirtió en un bálsamo para las hora malas. He pasado un año entero corrigiéndola, no escribiendo o añadiendo cosas, sólo corrigiéndola. He podado todas esas cosas que había escrito cuando estaba de mal humor, cuando tenía demasiadas cosas en la cabeza y solo me ponía con ella para cumplir, para complacer a todos aquellos que me atormentaban con la idea de acabar lo inconcluso, empezando por mi propio cerebro.

Podar la tesis ha sido un proceso purificador y muy generoso. Y su defensa me ha dado más de lo que yo pensaba que podría obtener, supongo que porque una vez que la vida me ha sacado del carril preestablecido, he sido capaz de ver algo que siempre estuvo ahí y que había olvidado que existía: la vida alrededor.

Imagen1No me arrepiento de haber tardado 10 años en realizarla, ni de haber dedicado uno de esos años a releerla para quitar lo que había crecido sin mi permiso, ni me arrepiento de haber sido poco ortodoxa en su redacción y presentación, ni de haber escrito sobre un género que no le gusta a ningún erudito, ni me arrepiento de haberlo hecho a mi manera, tal y como una de las vocales del Tribunal sabiamente me comentó. Porque si no eres capaz de hacer que un proyecto de estas dimensiones no tenga una parte tuya, no te represente o no te empape de alguna forma, entonces es que estás más pendiente de la vida que quieres tener por delante, o peor aún, de la que ya dejaste atrás. Y a mí eso me parece que es perder el tiempo, porque la vida no está en realidad en ninguna parte, la vida pasa y lo hace sin que nos demos cuenta.

Un ejercicio creativo para despertar a las palabras.

En mis clases de narrativa dedico algunas sesiones a la creatividad, a como trabajarla y entrenarla para desarrollar proyectos más interesantes y creativos. Y suelo poner siempre un ejercicio en el que los alumnos tienen que jugar con una serie de palabras expresadas al azar para crear con todas ellas algún tipo de discurso narrativo con sentido.

Este año, las palabras con las que tenían que crear eran: RUBIA, RATÓN, MARFIL, TOMATE, CRECER, TECLADO, RELOJ, LLORAR, IMAGINACIÓN y LIGERA; y, al igual que otros años, yo he hecho con ellos mi propio ejercicio de creativo, que ha resultado de la siguiente manera:

Cuando la vida iba en serio.

Pidió crecer de pronto, ser adulta sin pasar por la adolescencia, para no perder el tiempo. Obligó con ello a que su reloj biológico funcionara a toda máquina, sin importarle las consecuencias. Y esa mañana despertó siendo lo que siempre había soñado: la rubia platino que cantaba sobre el escenario del concurso de televisión que veía cada martes.  No era un juego de su imaginación, era real, había pasado verdaderamente. Aún así quiso ponerse a prueba. Entonces reflexionó sobre las cosas que hacían las personas mayores al levantarse y pensó en su madre.

Recordó que figura femeninacuando vivía con ella, solía levantarse temprano para prepararse un buen desayuno: café recién hecho, tostadas y zumo de naranja. Pero ella no tenía ni idea de hacer café, ni tostadas. En el frigorífico había zumo de tomate abierto. A su padre le gustaba tomarlo de vez en cuando con un poco de pimienta y sal, pero no le pareció muy apetecible así a primera hora de la mañana. Se comenzó a agobiar, quizá no debía de haberse tomado tan a la ligera esa idea suya de crecer rápido, al fin y al cabo, seguía siendo una niña dentro de un cuerpo enorme e inmanejable.

Desistió del desayuno y se puso frente al ordenador. Su padre lo hacía mucho, de forma que debía ser síntoma de madurez. Levantó la tapa del portátil y puso sus dedos sobre el teclado, pero en realidad no sabía lo que tenía que hacer allí, frente a la pantalla. Igual tenía que haber prestado más atención en clase de informática, pero claro, nunca imaginó que se iba a encontrar en una situación como aquella. Ni siquiera sabía como arrancar ese artefacto, ella siempre lo encontraba encendido y no se había preocupado por esa cuestión que ahora le resultaba trascendental.

Y entonces le pasó algo insospechado, siendo adulta se sentía cada vez más pequeña, como si el mundo hubiera crecido tan desproporcionadamente como ella. Era como un ratón escondido entre los escombros de una hermosa casa azotada por un vendaval. Estaba asustada y tenía ganas de gritar, de ponerse a llorar hasta inundarlo todo y escapar de allí nadando, como Alicia en el país de las maravillas. Pero si hacía eso, su maquillaje se desvanecería, emborronaría su rostro y lo afearía. Y ella deseaba ser hermosa, para eso había crecido, para eso lo había planeado todo.

De pronto tuvo una idea que le pareció genial, cerró los ojos y pidió el deseo de ser eternamente bella. Y al instante se descubrió sobre la repisa de la librería, convertida en una magnífica figura de marfil japonesa, como el resto de las que coleccionaba su padre.

Marta González Caballero

La «cata» de la ignorancia

La estupidez tiene un cierto
encanto del que la ignorancia carece.
Frank Zappa

Anoche en Top Chef, esa especie de talent show que intentan vendernos como reality, pero que tiene más trampas que un Cluedo, se escenificó con claridad la máxima televisiva actual: no hay ignorancia que no pueda ser rentabilizada al máximo.

Yo no veo mucho la televisión, es una pena, porque dedicándome a lo que me dedico, esta afirmación suena a paradoja mal avenida. Pero es que me lo ponen tan fácil desde las cadenas de televisión, que claro, desconecto del mundanal ruido televisivo con total tranquilidad. Quizá si viera más la televisión entendería más cosas, que no mejor, pero de verdad que no me interesan esos saberes envueltos en celofán catódico.

Bueno, a lo que iba, que ayer me planté frente al televisor para ver una nueva entrega del programita de marras, porque en los avances que han ido poniendo toda la semana en la cadena se insinuaba que un grupo de «famosetes» iban a actuar de pinches de cocina para los concursantes de Top Chef, y que entre ellos estaría Cristina Pedroche vanagloriándose de no saber lo que era una berenjena. Así, tal cual.

cesta berenjenas
Aquí unas berenjenas, para quienes no las conozcan…

Hombre, uno ve este tipo de cosas en una autopromoción que está montada para incitar al espectador a ver el espacio objeto de esa pieza publicitaria y te pica la curiosidad. ¿Será verdad que esta mujer no sabe lo que es una berenjena? ¿Forma parte de una broma que ha sido fragmentada en postproducción para «añadir valor» a la emisión del programa?

Vale, no son preguntas que vayan a cambiar nuestra percepción del universo ni nada parecido, pero son el tipo de preguntas que me hacen encender la televisión e incluso ponerme a escribir al día siguiente.

El caso es que sí, que la señora en cuestión no tenía idea de lo que era una berenjena, cosa que repitió unas cuantas veces quizá buscando hacer gracia o darle a su paso por el programa un cierto encanto. Pero la verdad es que a mí me pareció vergonzoso. Y me lo pareció no porque no supiera qué es una berenjena -que es algo subsanable de manera sencilla- sino porque al programa le pareciera fantástico tener a alguien así entre las cocinas, y eso no es subsanable de ninguna forma.

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Aquí una presentadora de televisión metida en un berenjenal

Resulta que nos escandalizamos con los abusos que se cometen con el Photoshop, esa herramienta que sirve para trastocar la identidad de la gente, haciendo que parezcan otras personas, mas bellas, jóvenes y lozanas. Y sin embargo, nada decimos del caso contrario, de la tendencia a usar los programas de televisión como espejo fiel de quienes somos, tratándonos de vender que todos cuantos asoman a esa pantalla son así de verdad, tal y como les vemos. Lo llaman «naturalidad», pero es como los euros de chocolate. Estoy segura de que Cristina Pedroche no es tal y como pareció ayer, tonta del bote, inútil y manipulable por cualquiera que se acerque a ella con dotes de mando. A mí me pareció un espectáculo bochornoso y no porque sea mujer -que desde luego- sino porque me molesta ver que alguien se vende a la complacencia del público con tal de ganar enteros en la escalada a la fama. Aunque igual es que soy yo la simple y aquí no hay mas leña que la arde, que también puede ser.

Lo más curioso de todo es que yo no tengo nada en contra de la ignorancia, creo que gracias a ella aprendemos y descubrimos las cosas, pero claro para eso hay que ser consciente de ella y hay que tener la intención permanente de ir minimizándola ya que estoy convencida de que mucha gente sabría más cosas si no pensasen que ya se lo saben todo.

¡Menos mal que aún les queda el Candy Crush en el móvil!

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