Un ejercicio creativo para despertar a las palabras.

En mis clases de narrativa dedico algunas sesiones a la creatividad, a como trabajarla y entrenarla para desarrollar proyectos más interesantes y creativos. Y suelo poner siempre un ejercicio en el que los alumnos tienen que jugar con una serie de palabras expresadas al azar para crear con todas ellas algún tipo de discurso narrativo con sentido.

Este año, las palabras con las que tenían que crear eran: RUBIA, RATÓN, MARFIL, TOMATE, CRECER, TECLADO, RELOJ, LLORAR, IMAGINACIÓN y LIGERA; y, al igual que otros años, yo he hecho con ellos mi propio ejercicio de creativo, que ha resultado de la siguiente manera:

Cuando la vida iba en serio.

Pidió crecer de pronto, ser adulta sin pasar por la adolescencia, para no perder el tiempo. Obligó con ello a que su reloj biológico funcionara a toda máquina, sin importarle las consecuencias. Y esa mañana despertó siendo lo que siempre había soñado: la rubia platino que cantaba sobre el escenario del concurso de televisión que veía cada martes.  No era un juego de su imaginación, era real, había pasado verdaderamente. Aún así quiso ponerse a prueba. Entonces reflexionó sobre las cosas que hacían las personas mayores al levantarse y pensó en su madre.

Recordó que figura femeninacuando vivía con ella, solía levantarse temprano para prepararse un buen desayuno: café recién hecho, tostadas y zumo de naranja. Pero ella no tenía ni idea de hacer café, ni tostadas. En el frigorífico había zumo de tomate abierto. A su padre le gustaba tomarlo de vez en cuando con un poco de pimienta y sal, pero no le pareció muy apetecible así a primera hora de la mañana. Se comenzó a agobiar, quizá no debía de haberse tomado tan a la ligera esa idea suya de crecer rápido, al fin y al cabo, seguía siendo una niña dentro de un cuerpo enorme e inmanejable.

Desistió del desayuno y se puso frente al ordenador. Su padre lo hacía mucho, de forma que debía ser síntoma de madurez. Levantó la tapa del portátil y puso sus dedos sobre el teclado, pero en realidad no sabía lo que tenía que hacer allí, frente a la pantalla. Igual tenía que haber prestado más atención en clase de informática, pero claro, nunca imaginó que se iba a encontrar en una situación como aquella. Ni siquiera sabía como arrancar ese artefacto, ella siempre lo encontraba encendido y no se había preocupado por esa cuestión que ahora le resultaba trascendental.

Y entonces le pasó algo insospechado, siendo adulta se sentía cada vez más pequeña, como si el mundo hubiera crecido tan desproporcionadamente como ella. Era como un ratón escondido entre los escombros de una hermosa casa azotada por un vendaval. Estaba asustada y tenía ganas de gritar, de ponerse a llorar hasta inundarlo todo y escapar de allí nadando, como Alicia en el país de las maravillas. Pero si hacía eso, su maquillaje se desvanecería, emborronaría su rostro y lo afearía. Y ella deseaba ser hermosa, para eso había crecido, para eso lo había planeado todo.

De pronto tuvo una idea que le pareció genial, cerró los ojos y pidió el deseo de ser eternamente bella. Y al instante se descubrió sobre la repisa de la librería, convertida en una magnífica figura de marfil japonesa, como el resto de las que coleccionaba su padre.

Marta González Caballero

Antropolicandria, la fabulosa invención de Boris Vian.

Escupiré sobre vuestras tumbas, Todos los muertos tienen la misma piel, La hierba roja, Que se mueran los feos, El otoño en Pekín, La espuma de los días, A tiro limpio y… El Lobo-hombre y otros relatos, son obras escritas por Boris Vian, esa mente prodigiosa capaz de volar fuera de los márgenes de la realidad para aterrizar luego en ella como si tal cosa.

Reconozco que me seduce mucho la obra y la vida misma de este ingeniero que devino escritor, poeta, virtuoso del jazz, compositor, periodista o dramaturgo y que falleció de un infarto en 1959 mientras veía el estreno cinematográfico de la adaptación que Michael Gast había hecho de su primera y más polémica novela: Escupiré sobre vuestras tumbas.

Pero quizá una de las cosas que más me ha fascinado siempre de este hombre ha sido su capacidad para ser a un tiempo provocador irredento y alma sensible, excéntrico donde los haya, irreverente y soñador. Sin embargo, tengo la sensación de que su obra se ha leído poco, se ha escuchado aún menos o se ha representado en contadas ocasiones. Pese a ello, todos -y cuando digo «todos» me estoy refiriendo a una totalidad que bien pudiera englobar a gentes de habla hispana de los 20 a los 60 años- conocemos bastante bien uno de sus relatos: el del lobo-hombre que viajó a París. Y cuidado, estoy hablando del «lobo-hombre», no del «hombre-lobo», puesto que son casos distintos.

Voy a incluirme dentro de esa generación que he citado antes, puesto que yo descubrí este magnífico relato gracias a una versión musical que el grupo madrileño «La Unión» hizo para una de sus canciones más emblemáticas: «Lobo-hombre en París».

Aunque no es una de mis preferidas -siempre me gustó más Sildavia o Entre flores raras-, lo cierto es que este tema me llamaba mucho la atención, pues encontraba lo que a mí me parecían incongruencias en su letra con respecto a lo que parecía ser la historia de un licántropo. En cuanto la escuché con un poco más de atención, buscando pistas al respecto, descubrí algo fascinante, que la canción era una versión muy libre de un relato de Boris Vian que trataba más bien del caso contrario, el de un lobo mordido por un mago -el mago de Siam- que acaba convirtiéndose en humano, o lo que Vian llamó, el fenómeno (inventado) de la «antropolicandria».

El lobo-hombre de Boris Vian

Sin embargo, muchos de los que han escuchado esta canción -y es una canción que se ha escuchado mucho- no se han enterado de estas dos cosas fundamentales y siguen pensando que el pobre Denis es un hombre que se convierte en lobo en las noches de luna llena (que es lo que parece deducirse de la versión rodada para el videoclip).  Pero si atendemos a la letra de la canción, resulta muy clara, pues reproduce con cierta fidelidad aspectos que están en esa historia inversa de un apacible y curioso lobo que tras ser mordido por un humano acabará en París disfrutando de su nueva y extraña naturaleza.

Creo que igual ahora resulta conveniente que volváis a escuchar la canción y entendáis esta historia que, con frecuencia se ha interpretado de manera opuesta y, de paso, podríamos leer también ese relato intimista que Boris Vian nos regaló. Yo lo he vuelto a leer estos días, aprovechado que ayer había una tremenda luna llena sobre Madrid, pero en realidad no hace falta ninguna excusa para leer o releer a los genios.

De no haber existido

Casi había olvidado ese olor tan característico de las librerías de aire añejo, el olor a papel impreso, a letras encerradas en renglones deseosos de ser leídos. Ese olor tenía para ella una connotación irremediablemente erótica. Y, al volver allí, al recorrer aquellos pasillos repletos de libros desordenadamente bien dispuestos, regresaron de golpe los recuerdos de un tiempo no tan lejano, olvidados a conciencia.

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Paseó entre los estantes recorriendo con la mirada los lomos de una centena de libros. Buscaba sin éxito aquella hilera de novelas cuyo orden había aprendido de memoria, casi como la alineación de un equipo de fútbol: El corazón de las tinieblas, Trópico de Cáncer, Muerte en Venecia, Lolita, Manhatan Transfer, La búsqueda del tiempo perdido

¿Aún sigues esperándome?

La voz le resultó extrañamente familiar. Levantó la mirada y buscó al dueño de aquella frase que parecía huérfana. De pronto la invadieron los nervios, ¿sería posible que, después de tantos años sin pisar aquella dichosa librería, fuera a coincidir con él en aquel sitio que había sido cómplice insospechado de sus citas? Contestó al instante:

– Dejé de hacer eso hace mucho… ¡Dejé de hacerlo cuando tú te olvidaste que yo esperaba!

Y se sintió aliviada, serena al decir aquello, como si se hubiera liberado de un gran peso. El extraño frunció el ceño durante un segundo e inmediatamente recuperó la sonrisa encantadora que enmarcaba aquel rostro que ya le era perfectamente reconocible. Era difícil olvidar la calidez de aquellos ojos verdes, imposible no desear acariciar la cicatriz que rasgaba suavemente su mejilla derecha hasta la comisura de los labios. Deseaba acariciarla y besarla como había hecho tantas veces antes allí mismo, pero se tuvo que contener.

– ¿Me sigues guardando rencor por aquello? Éramos unos críos, no sabíamos nada…

Y era cierto, nada sabían entonces, nada. De hecho, de haber sabido cómo iban a ser las cosas, como transcurrirían sus vidas o mejor, como no transcurrirían, todo habría sido distinto. Eva viajó quince años atrás por sus recuerdos hasta una de aquellas tardes de viernes, tardes de espera ansiosa en los pasillos de la Librería Alberti. Él vivía a tan sólo dos números, dos escasos números, pero cuando esperas como Eva esperaba, dos números de distancia eran la lejanía más absoluta.

Desde uno de sus ventanales podía asegurarse de que los padres de Carlos cargaban todas aquellas bolsas de viaje en el Seat Toledo verde que solía estar aparcado junto al portal. Conocía muy bien aquel coche de tapicería gris con topos rojizos, conocía su olor y lo incómodo de sus asientos traseros. Conocía bien aquel coche porque para Eva no era un coche, era una carroza a la que subirse ocasionalmente para disfrutar de la magia contenida en ella. Pero esa carroza dejó de ser mágica cuando la posibilidad de tener libre la casa de Carlos durante el fin de semana se hizo realidad. Y ella esperaba, esperaba y desesperaba mientras el ritual de la despedida se repetía cada viernes. Algunos sólo tenía que esperar minutos, otros horas, pero Eva siempre aguardaba la llegada de ese momento sublime, del instante deseado que convertía el resto de días de la semana en rastrojos preparados para la quema.

Lo que ocurría tras la espera eterna era fácilmente imaginable. El torrente de sentimientos desorbitados que habían aguardado toda la semana cociéndose a fuego lento, acababan por desbordarse sobre unas sábanas blancas perfectamente bien planchadas, nada más entrar por la puerta de la habitación de Carlos y atravesar el límite entre el cielo y la tierra. Y el tiempo, que en la Alberti se le hacía interminable, corría entonces en contra de los deseos de Eva, corría como un poseso, bailando al son de un reloj que marcaba plazos en lugar de horas. Luego, había que volver a la realidad, había que atravesar el pasillo interminable de aquella casa, bajar las escaleras de mármol hasta el portal y cruzar Madrid con una sonrisa de oreja a oreja.

Esa era su rutina de los viernes, aunque durante muchas de esas esperas había cruzado por su cabeza la idea de cómo hubiera sido su vida de no existir aquella librería de la esquina. Puede que fuera un pensamiento absurdo, pero no podía evitarlo porque de ser así probablemente su vida hubiera sido muy diferente. Quizás habría tenido que esperar en la tienda de soldados que había tres números más arriba, una tienda curiosa que estaba decorada con un paracaídas en el techo. Alguna vez entró allí llevada por su curiosidad innata, pero estuvo sólo unos minutos. Sin embargo, de no existir la Alberti, quizás habría pasado allí horas y, en lugar de acabar enamorándose de la lectura, habría terminado por sucumbir a los encantos del falso soldado de pelo rapado y botas de cuero negras que solía asomarse al quicio de la puerta mientras esperaba la entrada de algún cliente. Quizás, con aquel soldado de tres al cuarto hubiera podido viajar por países desconocidos, arrastrada a una vida inquieta y desordenada en la que habría sido igual de infeliz que lo fue quedándose. Quién sabe, quizás hubieran sido sus brazos a los que habría recurrido tras descubrir una mañana de sábado como otra chica subía con Carlos a disfrutar de los encantos que ella pensaba que le eran únicos. Porque igual que muy pronto para Eva los viernes no fueron suficientes, para él tampoco lo fueron. Ella pensó en sorprender un sábado al chico de los ojos verdes. Y la sorprendida fue ella. Ese maldito sábado permaneció horas dentro de la librería, quería verlos salir, quería comprobar, corroborar su dolor. Pero el mundo no espera a los desesperados y la librería tuvo que cerrar.

Eva abrió los ojos. Ese recuerdo seguía siendo doloroso a pesar de los años y seguía ocupando un lugar importante en su larga lista de errores. Con cierta dificultad reprimió una lágrima que pugnaba por hacerse paso entre sus mejillas evitando con ello un momento emocionalmente bochornoso.

– Sigues siendo una soñadora, dijo Carlos mientras deslizaba su brazo derecho por la cintura de Eva, intentando hacerla girar.

Ella suspiró, deseaba decirle tantas cosas, miles de pensamientos, de reproches… pero no fue capaz de articular palabra, porque allí tan cerca, con una mano rozando su cintura, volvía a comprobar lo enloquecedor que era poder sentirlo, tocarlo. Era irresistible. Se dejó llevar por la memoria imprecisa y selectiva, por el recalcitrante olor a Carlos, por el mar de su mirada y, sabiendo que volvía a errar, le besó.

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Porque no hay día del libro, que no recuerde a «la Alberti»

La de la cámara

Acercó el ojo al visor buscando un buen encuadre, algo que le llamara la atención, pero no tuvo éxito. Aunque el 1 de abril era su día preferido, no pareció encontrar inspiración en sus rutinas diarias.

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Se desnudó frente al espejo y volvió a coger la cámara. Al mirarse desde ese lugar tan extraño, desconoció su cuerpo y su rostro, llegando a pensar que eran ajenos, como los que contemplas y manejas en un sueño.
Entonces pensó en hacerse un par de fotos por puro placer, por la curiosidad que dominaba su espíritu con cierta frecuencia. Cerró los ojos y disparó.
Al instante un hilo de sangre nubló sus ojos y sintió que le faltaba el aliento. Trató de respirar pero era un esfuerzo inútil, el día tocaba a su fin llevándose la inspiración y dejando un rastro nítido y bien enfocado de perfecta realidad.

El mundo en un rincón

No había tiempo para volver, no había. No conocía el camino, ni la distancia hasta allí. No lo sabía. No podía conseguirlo ni en sueños. Imposible, no podía.
Pese a ello, agarró un saco lleno de horas perdidas y pasos desencaminados, lo ató con sus ideales y cerró los ojos. Pronto el olor a tierra mojada y la ligereza de su carga le advirtieron que había llegado. Contra todo pronóstico, la otra esquina de su habitación se abría ante sus ojos. El suelo se unía a la pared con frases escritas en cientos de idiomas. Renglones medio torcidos que desafiaban la desnudez del temple sucio deformado por el gotelé.

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Quiso leerlo todo, memorizar cada frase sin darse cuenta de que al hacerlo todo desaparecía, todo se desmoronaba hasta no quedar mas que el saco vacío.
Lloró durante un rato en silencio. Lloró como un impermeable reversible, tan seco por dentro como por fuera. Y entonces comenzó a recitar. Palabras y más palabras se iban dibujando sobre el asfalto, desafiando arcenes de seguridad y sentidos de circulación. El camino se llenó de versos hermosos hasta donde alcanzaba la vista. Incluso mucho más.

Entonces, al mirarlo supo que aún tenía tiempo, supo cual era el camino y la distancía que le separaba del siguiente extremo de su habitación. Lo supo todo y vio que era posible, que podría alcanzarlo. Echó seguro sus pasos y, con la mirada fija en el horizonte, se perdió para siempre.

Silencioso ruido y helado de aguardiente.

Sabina títulos

Yo, al contrario que le ocurría a Sabina, si he vivido en el Barrio de la Alegría, que es un barrio de Madrid cercano a la M-30, conocido también (e irónicamente) como el barrio de «las Vírgenes», pues todas sus empinadas calles llevan el nombre de alguna.

Quizá, de haberlo sabido él, hubiera compuesto alguna canción memorable. Quizá, ahora que lo pienso, alguna canción memorable fue escrita por él sabiendo esto. Sin embargo, no recuerdo que fuera un barrio especialmente alegre ni demasiado triste, era un barrio como otro cualquiera, con sus Rosas de Lima y Barbies superstars, con sus hombres sin mes de abril y sus Marías Magdalenas, con algunos cerrados por derribo y desde luego con sus 19 días y 500 noches. Pero lo que recuerdo bastante bien es que era un barrio con mucho ruido.

No puedo decir que habitara en él un olvido, pero sí que poco a poco se hizo tan joven y tan viejo que resultaba imposible desear que nos dieran allí las diez. Algunas veces pensé que lo ideal sería que convirtieran el antiguo mercado en un bulevar de los sueños rotos, por el que pasear con las medias negras y la frente marchita. Pero eso nunca pasó y, aunque me sobraran los motivos para salir de allí, al final siempre regresaba, porque mi vida en ese barrio era como la del pirata cojo, vida de purísima y oro, entre la calle melancolía y la que se llama soledad.

Y es que, los peces de ciudad siempre preferimos de postre… el tiramisú de limón.

(Hoy me levanté muy Sabina y tenía que soltarlo por alguna parte)

Kintsugi

Le había pedido que abandonara su mente, que dejara de leer sus pensamientos, de jugar en su cama. Le había pedido que no volviera a suspirar por su boca, que no la mirara en cualquier rostro. Pero no le había pedido que le devolviera sus pasos y cada día se veía abocada a encontrarse con él, a pararse en el mismo semáforo, a contemplarse en el mismo escaparate.

f4d526dd2e04a0ff74a520c802d7a8c6Le había pedido que le devolviera su sombra, que no volviera a escribir su nombre en los versos, que no la besara en cada copa de vino. Pero no le había pedido que le devolviera sus sueños, y cada noche acababa en sus brazos, enredada a su cuerpo, condenada a tocarlo y despertar.

Le había pedido la vida, que se la devolviera aunque fuese a pedazos, para armarla de nuevo con hilo de oro, para hacerla más bella y distinta.

Pero él no sabía lo que era el Kintsugi.

Transferencia

Venus

A él le gustaba presumir. Junto a aquella faldita de vuelo se sentía el hombre más envidiado del planeta. Como el forro de un vestido, se amarraba a su cintura para mirarse bien en los rostros de quienes se cruzaban a su paso. Y sonreía. Era como disfrutar de un enorme poder, el de saberse segunda piel, el de estar absolutamente seguro de que nadie tenía su misma suerte. Esa sensación le emborrachaba tanto como los tacones a los que ella iba subida. Se sentía especial, único y deseaba respirar esa admiración que percibía en todas partes cuando la tenía a su lado. Era un ser superior, sin ninguna duda lo pensaba. El idiota no creyó nunca que nada tuviera que ver el que ella fuera la mujer más deseable sobre la faz de la tierra.

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