«Discúlpeme, no le he reconocido, he cambiado mucho».
Óscar Wilde
Acabo de defender mi Tesis doctoral que versa sobre un género que ha sido ninguneado por la crítica cinematográfica española en general y por el sector académico en particular: la comedia sexy celtibérica, o el cine del landismo. Y resulta que le ha encantado a todo el mundo.
Sin embargo, cuando empecé en esto de la investigación, a casi nadie le parecía bien que hubiera decidido trabajar sobre ese género. Encontré reticencias, juicios despreciativos y muy pocas ganas de ofrecerme colaboración para dar ese paso decisivo. Aún así lo hice. No fue simple cabezonería mía -que puede que fuera un poco- fue más bien una necesidad: yo necesitaba un proyecto retador, que de verdad me pusiera a prueba, que me obligara a trabajar muy duro y que me descubriera cosas que no sabía. Ir a lo seguro no ha sido nunca mi fuerte.
Y de pronto fue pasando el tiempo. Pasó de esa forma tan rara en la que sientes que los días no tienen fin, pero los años te vuelan. Sé que suena contradictorio, pero puede que haya alguien por ahí que entienda lo que quiero decir. Bueno, pues yo tuve esa sensación y no es ni buena ni mala, es simplemente una manera como otra cualquiera de percibir eso que llaman «lo inevitable».
Entre medias hubo algo, vida dicen algunos que es, pero tampoco me lo pareció siempre, me pareció más que era desmedida responsabilidad, a ratos complacencia y, en escasas ocasiones, risa. La risa forma parte de mí desde siempre, pero tuve ese tiempo en el que se me convertía, en cuanto me descuidaba, en obligaciones de todo tipo. Las obligaciones no dan mucha risa, a mí por lo menos, así que me resigné a reír menos y a tratar de cumplir más.
Sin embargo, como lo que pasa en realidad en ese tiempo es «la vida», resulta que por mucho que quieras cumplir, por muchas obligaciones y responsabilidades que quieras abarcar, ella tiende a adueñarse de todo y te coloca donde cree que debes estar. A mí me parece fenomenal todo esto, me parece genial que no tengamos que someternos a la voluntad que, a veces, nuestro cerebro nos impone, cuando en realidad deberíamos estar escuchándonos más, sintiéndonos más y pensando menos. Pero no lo hacemos.
Mi tesis me permitió todo ese tiempo no perder de vista que la risa formaba parte de mi, y se convirtió en un bálsamo para las hora malas. He pasado un año entero corrigiéndola, no escribiendo o añadiendo cosas, sólo corrigiéndola. He podado todas esas cosas que había escrito cuando estaba de mal humor, cuando tenía demasiadas cosas en la cabeza y solo me ponía con ella para cumplir, para complacer a todos aquellos que me atormentaban con la idea de acabar lo inconcluso, empezando por mi propio cerebro.
Podar la tesis ha sido un proceso purificador y muy generoso. Y su defensa me ha dado más de lo que yo pensaba que podría obtener, supongo que porque una vez que la vida me ha sacado del carril preestablecido, he sido capaz de ver algo que siempre estuvo ahí y que había olvidado que existía: la vida alrededor.
No me arrepiento de haber tardado 10 años en realizarla, ni de haber dedicado uno de esos años a releerla para quitar lo que había crecido sin mi permiso, ni me arrepiento de haber sido poco ortodoxa en su redacción y presentación, ni de haber escrito sobre un género que no le gusta a ningún erudito, ni me arrepiento de haberlo hecho a mi manera, tal y como una de las vocales del Tribunal sabiamente me comentó. Porque si no eres capaz de hacer que un proyecto de estas dimensiones no tenga una parte tuya, no te represente o no te empape de alguna forma, entonces es que estás más pendiente de la vida que quieres tener por delante, o peor aún, de la que ya dejaste atrás. Y a mí eso me parece que es perder el tiempo, porque la vida no está en realidad en ninguna parte, la vida pasa y lo hace sin que nos demos cuenta.